viernes, 12 de enero de 2024

Entre palpitaciones.

Había sido un largo día de trabajo. Desde muy temprano el teléfono no dejó de sonar.
- No se encuentra, ¿De parte de quién?
Los clientes ya estaban enojados porque no había nadie que pudiese dar información de cómo iban los proyectos que habían pedido. Y ni luces de los encargados.
También faltó personal y yo no conseguía que me cerraran los números. La oficina era un desmadre.
Dos horas antes de la salida, llegó uno de los jefes, queriendo trabajar como si hubiera llegado desde las ocho de la mañana.
- Te encargo que quede listo para antes de salir.
Claro que tenía que quedar listo para antes de salir; hace una semana escuché que le decía al cliente que ya estábamos trabajando en ello. Y no.
Trabajé tres horas extra y ya estaba cansada; entré a la oficina del jefe y puse en su escritorio la carpeta con la información que quería. No estaba segura de que estuviera bien, así es que cuando se puso a revisarla sentía inquietud.
Y cosa extraña, sentía comezón en el cuello. Me rascaba mientras le explicaba por qué los números no me habían cerrado. Y en ese momento recordaba haber estado rascándome todo el día. Lo mejor era detenerme, antes de que algo pasara. Pero la comezón; la picazón persistía.
Dejé de hablar y me concentré en rascarme. ¿De dónde viene esa comezón?
Sentí el momento preciso donde mi piel se rompió.  En las puntas de los dedos sentí fría humedad. ¿Es sangre? Y cosquillas. De algo fino rozando mi piel y mojándose con lo que brotaba de mi cuello. Pero se movió, y finas patas de insecto se clavaron en mí. 
Estaba concentrada en no perder la compostura profesional. No quería correr despavorida, ni sacudirme violentamente en frente de los encargados. El insecto estaba fuertemente agarrado a mí, sus patitas peludas hacían leves movimientos para recordarme su presencia.
Lo tomé con la palma de la mano bien abierta, sus pasos me decían ser más grande que mi mano. Al tomarlo noté que tenía cuerpo de langosta. Patas de araña. Cola de escorpión. Pulsaba caliente en mi mano, y aunque sus patas eran duras, la coraza estaba suave. Seguramente por estar anidada en mi cuello. Era del tamaño de una botella de agua mediana. Al sentir cómo palpitaba, al mismo ritmo de mi corazón temeroso, supe que ese insecto era tan mío como los dientes dentro de mi boca.
¿Y ahora qué hago contigo? Escuché brotar pensamientos, palabras del centro de mi cuerpo a mi cabeza. "Mátame. Aplástame". E instintivamente supe, que al terminar con sus palpitaciones, terminarían las mías.
Con toda la fuerza que pude reunir, cerré mis dedos sobre el abdomen del insecto. Su pulso y el mío se aceleraron, primero dejé de sentir su vida en mi mano; después mi propio corazón dejó de latir.
A lo lejos escuché sonar el teléfono de la oficina.


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